Apuntes sobre lo que llevo en la maleta

Miguel Ángel Vergaz

Fran Kafka, el realista.

Le prometí a Klauss Grass -cuyo excelente blog Memorias Blancas ya están tardando en leer-, le prometí, digo, una entrada sobre Kafka y La Metamorfosis. No sé si por instinto o por homenaje a Kafka -en torno a quien se debe celebrar este año una de esas efemérides que ignoro por costumbre-, Klauss tuvo el acierto de comparar una de sus fases como adicto a la coca a las reacciones de la familia de Gregorio Samsa y del propio Gregorio Samsa al convertirse este, de la noche a la mañana, en un enorme insecto o cucaracha. El potencial de la novela corta La Metamorfosis ha estado secuestrado por el mundo académico y demás señores estupendos durante mucho tiempo. Klauss, además de pertinente, le ha rendido el mejor homenaje posible al traer de vuelta a Samsa como un colega en apuros. Porque cada ser humano que viva como tal y no como un psicópata o una oveja (un ‘psico’ es malo, pero un rebaño le supera) tiene su momento Samsa, como tiene su momento K ante la autoridad (El Castillo), su momento Josef K. ante la justicia (El Proceso) e incluso su momento de esperanza y comicidad cuando tu vida se ha vuelto un sindiós como el Karl Grossman de América. Y para eso, insisto, no hace falta título universitario. De lo contrario no existiría la expresión popular ‘kafkiano’. Aunque para mi pavor las nuevas generaciones no utilizan ese coloquialismo: ya son como pececillos a los que preguntaras qué es el mar.

No es por colgarme medallas, pero yo conseguí vivir tres momentos Kafka a la vez cuando sólo tenía doce o trece años. Mis padres eran unos trabajadores autónomos, es decir, dos esclavos que no se tomaban ni un solo día de vacaciones y que querían que yo recibiera una buena educación. Así que escogieron un colegio caro a las afueras. Sin embargo, como ellos no gozaban de estatus, yo tampoco. Y cuando subí al autobús, después de que aquel cacharro se viera forzado a parar en la parte obrera de la ciudad que insistía en mandar sus hijos al sitio equivocado, yo ya estaba marcado por los vástagos de los militares a todavía a las órdenes del difunto Franco, alojados gratis en los cuarteles cercanos a mi casa y por los pijos cuyos abuelos habían ganado la guerra con pingües beneficios. Los que más se podían parecer a mí en cuanto a orígenes humildes fueron los primeros en traicionarme y entregarme al enemigo por ser un vergonzante ejemplar de ese barrio.Yo era el objetivo perfecto: un niño sensible, enclenque y cobarde al que no le gustaba el fútbol.

Por cierto, el colegio tenía tal tamaño, color y arquitectura que más de una vez algún forastero se metía en él creyendo que entraba en la fábrica de automóviles. Los que lo regían era curas vascos con todo lo que eso conlleva: había nazis declarados entre los de derechas, mientras que los de izquierdas se satisfacían sin apenas disimular con los atentados de ETA. Pero dirimían sus diferencias (¿las había?) en el punto común de atizar bofetones y correazos. Raro era el día que no iba caliente para casa o por mis compañeros o por aquellos santos varones. Todos ellos estaban muy preocupados ante la amenaza democrática que luego quedó en poco y les benefició mucho. Pero, en aquel momento, tenían que tragar con modernizar algo el contenido de los libros de texto. No recuerdo qué harían con los de Historia, pero con los de Literatura sí. Por ejemplo, Óscar Wilde -saldado en diez líneas- falleció por su “vida desordenada” (lo cual no servía nada más que para llamar mi atención). Pero, como ejercicio de lectura, estaba El Príncipe Feliz. Oye, una ventaja que con la que no cuentan los escolares ahora.  

Aunque luego me he pagado un tramo largo de mi vida con los emolumentos que recibía por escribir, ni que decir tiene que allí no aprobé ni un examen de Literatura. Y mis momentos Kafka a los que me he referido al principio ocurrieron en una clase de literatura de ese Castillo. El profesor, un rubio con ojos de pescado muerto, me mandó leer el inicio de La Metamorfosis. Ni siquiera me di cuenta cuando me dijo que parara. Lo tuvo que repetir varias veces. Confundió mi temblor de emoción con miedo y, es obvio, se lanzó a El Proceso:

-Vergaz ¿en qué estilo está escrito?

El rebaño de la clase que dormitaba olió sangre y se puso en modo turba. 

Yo respondí trémulo, pero con absoluta firmeza:

-Realista.

Primero se rió el profesor, y ya tuvo permiso el resto de la clase para la carcajada general aunque, por supuesto, ellos tampoco supieran la supuesta respuesta correcta. Las risas siguieron hasta el que el docente mandó con un gesto de desprecio que el insecto volviera a sentarse. 

Ya sé que está de más decir que hoy está claro que yo tenía razón. Pero en su día tuvo su mérito. Por cierto, le quiero agradecer a ese profesor de mierda la primera gran rabieta que me impulsó a escribir. 

No era nada más que contar eso, Klauss. Tú sigue en ello. Un fuerte abrazo.


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